Escuchando a Capella de Ministrers
Madrid es una ciudad en donde tomar un café degustando un buen "hilo musical" no es solo misión imposible sino que cuando se encuentra aleluya!, podemos dar infinitas gracias.
Nuestros bares que constituyen la fuente de la comunidad, un lugar base de nuestras relaciones con los otros, imponen la automática costumbre de encender el televisor 24h como un mantra o fondo continuado y por qué no, en ocasiones añadiendo una cadena de radio simultánea.
Estos medios arrojan sobre nuestros oídos las voces y las músicas más insoportables y martilleantes. Las personas siempre parecen tolerantes, resignadas. El griterio público que aceptamos de diario es un run-run de fondo familiar, doméstico, cercano.
Las actividades que se proponen en muchos bares de nuestro territorio (antaño lugar de reuniones para tejer conversaciones), hoy son del todo espacios donde se recluta al oyente por medio de las pantallas planas. Y en este espacio donde el futbol impone su norma en los timpanos, comienza el espectáculo para el adoctrinamiento actoral de la sociedad. Estos espacios son cómplices de vacuidad en la escuela de aislamiento y uniformidad que nos rodea.
Un momento insólito tiene lugar en el café de la fundación Juan March, un espacio contigüo a la representación de los conciertos. Me encuentro en un lugar acondicionado para espectadores retrasados (entiéndase bien, con la hora) o que se han quedado sin asiento en el auditorio. Entro y contemplo un lugar callado, en el que el público mira sereno la pantalla que se ha instalado sincronizada al espectáculo.
Observo cómo en mutismo y actitud respetuosa todos los presentes escuchan sin molestar a nadie que quiera ver el video-streaming, desayunar o leer. Más que abstenerse o constreñirse de comentarios, hablan bajo.
Si tenemos en mente cualquier cafetería que transmite en directo los partidos de futbol, la MTVe o las tertulias del corazón encontramos una situación sonora de voltaje crispante, chirriante. Madrid es un infierno de ruido. En las cafeterías incluso en las más elegantes, más finas o "snobs" el diseño acústico es nulo. Aquí, en la capital hay sordera, tapón congénito o ignorancia supina con respecto a los efectos que el sonido puede tener en el cuerpo. Vivimos mal por esto, no podemos estudiar, conversar a medio tono o leer en las cafeterías.